Según los antiguos griegos, un amigo no es únicamente alguien con el que nos lo pasamos bien viendo un partido o tomando una copa. Ellos pensaban en el amigo como en un hermano, alguien con quien se establecía una relación de parentesco mediante el afecto, en vez de la sangre. También hablaban del amigo como de «otro yo», alguien a quien uno estaba tan unido que sus alegrías y tristezas se convertían en alegrías y tristezas propias.
Los antiguos israelitas tenían una visión parecida. «Un amigo fiel es protección poderosa», nos dice el libro del Eclesiástico. «Quien lo encuentra halla un tesoro» (Si 6, 14).
Como cristianos, esa concepción de la amistad debería modelar la nuestra. En una época en la que utilizamos el término «amigo» para referirnos a cientos de desconocidos de Facebook –con muchos de los cuales no hemos estado nunca–, es fácil tratar la amistad de manera superficial y no tomarnos en serio la bendición que supone y las obligaciones que conlleva. Pero la amistad, cuando se valora y se cuida como corresponde, puede ser tan importante como la familia. Y, cuando de la evangelización se trata, la amistad puede ser un campo casi tan fundamental como la familia.
En muchos casos, los métodos que utilizamos para dar testimonio de la fe en nuestros hogares son válidos para dar ese testimonio entre nuestros amigos. Sean católicos o ateos, piadosos o tibios, el modo en que les escuchamos, les hablamos, les animamos, les apoyamos, les ayudamos y cumplimos con ellos les dice algo sobre nuestra fe.
Si somos buenos amigos –leales y sinceros–, estamos dando un testimonio positivo. Si no somos buenos amigos –si somos egoístas y estamos metidos en nosotros mismos–, entonces nuestro testimonio es mucho menos fecundo. «El hombre pecador perturba a los amigos y siembra enemistad entre los que están en paz» (Si 28, 9).
La amistad, como la familia, es otra forma de vida compartida. Y llevar a cabo la tarea a que estamos llamados en este campo concreto –ayudar a aquellos que buscan y se hacen preguntas– es compartir nuestra vida en Cristo con nuestros amigos.
Esto supone invitar a nuestros amigos a que participen de nuestra vida familiar: cumpleaños, películas, celebración de festividades y el rosario vespertino. También supone compartir con ellos las bendiciones y gracias que nos ha traído nuestra fe: nuestra alegría, nuestra sabiduría, nuestra paz.
Puede suponer advertir a nuestros amigos de que van por el mal camino –haciéndoles ver que deben responder de sus actos cuando se comportan mal en su trabajo o en sus relaciones personales– y permitir que nos adviertan a nosotros, respondiendo de nuestros actos cuando nos comportamos mal. Puede suponer ofrecer ayuda para llegar a fin de mes a un amigo que ha perdido su trabajo de manera inesperada, o aceptar esa misma ayuda cuando eso nos sucede a nosotros. Y supone, sobre todo, hablar de Cristo con ellos: contarles lo que significa en nuestra vida o lo que de él hemos aprendido en las Escrituras, invitándoles quizá a que vengan a misa con nosotros o a una sesión de estudio de la Biblia, intercambiando libros y contestando a las preguntas que surjan.
Junto a todo eso, supone rezar por ellos, preguntándoles qué necesidades quieren que encomendemos a Nuestro Señor en la oración y cumpliendo después nuestra promesa de hacerlo. Si lo vemos oportuno, podemos incluso invitarles a que recen con nosotros en ese mismo momento. Un «Vamos a rezar una oración cortita por eso ahora mismo», en el momento preciso, suscita, a menudo, reacciones sorprendentes: lágrimas, alegría, paz y agradecimiento. No siempre se puede hacer esa sugerencia –con ciertas personas, en determinados momentos y lugares, no será apropiado–, pero podemos y debemos hacerla con más frecuencia de la que lo hacemos.
La amistad proporciona un lugar seguro a muchas personas que están indagando sobre las consecuencias de creer y de llevar una vida de fe. Podemos ofrecer esa seguridad, apoyo y ánimo, sin olvidar que, independientemente de lo que nosotros hagamos, el camino de la increencia a la fe puede ser muy largo. En Forming Intentional Disciples, Sherry Weddell desarrolla un excelente trabajo de documentación sobre los pasos que la mayoría de los adultos siguen cuando están en el camino hacia la fe. Es un camino que comienza con la confianza –en una persona, una institución, un libro–, continúa con la curiosidad sobre Cristo y su Iglesia y se manifiesta después en una apertura a creer. Siguen entonces una profunda hambre y búsqueda de una relación personal con Cristo y un afán de conocer su Iglesia que culmina, finalmente, en un compromiso de discípulo.
Esas son las fases de la mayoría de esos procesos, pero qué tiempo tarde cada uno en recorrer el camino y pasar de una fase a otra es algo muy personal. Como amigos, debemos respetar esos tiempos. No podemos acelerar ni forzar el itinerario de nadie. Pero sí podemos caminar con ellos y ofrecerles el consejo, ayuda y oraciones que necesiten en el camino.
En último extremo, lo importante es recordar que evangelizar a los amigos que no comparten nuestra fe no significa aporrearles en la cabeza con una biblia. El cariño y la lealtad son, a menudo, el testimonio más eficaz. Pero no podemos ocultarles nuestra fe. No podemos excluirla de nuestra relación con ellos, lo mismo que no podemos excluirla de la relación con nuestra mujer o nuestros hijos. Nuestra fe forma parte de lo que somos, y, si queremos llevar a nuestros amigos a la fe, o a una fe más profunda, debe estar integrada con las palabras y las obras en nuestra relación con ellos.