jueves, 28 de agosto de 2008

¿Y SI ME SALE MAL?


Este post es repetido, no porque me haya quedado sin ideas, ni sin artículos buenos para "robar", sino porque fue de lo primero que puse en el blog, y creo que no lo vio mucha gente. Realmente es muy bueno, y muy actual, a pesar de que fue escrito en 1925.
El segmento que publico a continuación es un estracto de un libro que se llama "CARTAS SOBRE DERECHO A UNA MUCHACHA", lo encontré hace tiempo entre los libros de derecho de mi abuelo. Son cartas en las que un doctor en derecho civil, responde dudas de su ahijada, y éste es sobre la INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO, visto desde el punto de vista meramente legal.... pero con muchísimo sentido común.
...Me dices: "¿Y si el matrimonio me sale mal? ¿Encuentra usted justo que la desgracia sea irreparable? ¿No tendré derecho de rehacer mi vida?"

Te picó la tarántula, hija mía. Eso de rehacer la vida lo has leído en cualquier novela francesa y te ha parecido bien. Hablaremos de ello.

Quieres mi opinión sobre la indisolubilidad del matrimonio, y te la daré con cuanta claridad esté a mi alcance; naturalmente, sin entrar en el aspecto religioso: primero, porque yo no soy teólogo; y después, porque tú eres creyente y has de aceptar los sacramentos tal cual te los encuentras instituidos.

Discurramos en lo terreno:

Ese problema, como todos, depende del modo como se plantee. Y tu, por lo visto, lo planteas -igual que mucha gente- desde un punto de vista individual. Si en la vida la cuestión es pasar el rato, ¡qué duda cabe de que debiéramos rehacerla una y cien veces, cambiando de camino en cuanto notásemos que el emprendido era molesto! ¿Cuál es la conveniencia individual de un médico? Tener enfermos de fácil curación, cobrar cuentas abundantes y no arrastrar peligro de contagio. ¿Y la de un militar? Ser general a los veinte años, recibir buena paga y no batirse jamás. ¿Y la de un padre? No oír nunca llorar a los niños, ni verlos enfermos, ni inquietarse por sus estudios o por sus calaveradas. Supeditándolo todo a nuestro bienestar, lo lógico es que cuando estalle una epidemia, el médico dé media vuelta, deje morirse a la gente, y rehaga su vida dedicándose a tenor de ópera o a malabarista; y cuando sobrevenga la guerra, el militar rehaga también su vida pidiendo el retiro para leer, tranquilamente tumbado, lo que cuenten los periódicos de las acciones bélicas; y cuando los chicos enfermen o se tuerzan, el padre rehaga su vida desentendiéndose de los hijos y marchándose a un dancing, donde no suele hablarse de escarlatina, ni de meningitis, ni de asignaturas perdidas. ¡Ya ves si es sencilla la felicidad buscándola desde aquél punto de partida!

Pero, ¡ay, Carmencita!, la vida es más compleja que eso. Sin negar la legitimidad del anhelo de ser dichoso individualmente (el individualismo es el primer motor de las acciones humanas....)hay que añadir a esa ansia innata de ventura, otro concepto que nos olvidamos fácilmente: el deber. Los hombres estamos en la tierra para buscar nuestro gusto, pero también para cumplir nuestro deber. En cuanto hermanes ambos conceptos, entenderás muchas cosas que de otro modo no tienen explicación.

Así, es naturalísimo que el médico no quiera contagiarse, pero cuando llega el caso, derrocha el valor para salvar la vida de sus semejantes, con olvido de la suya propia; es humano que el militar guste de ascender sin combatir, pero si sobreviene la guerra, entra en el combate sin acordarse del ascenso; es lógico que el padre huya los quebraderos de cabeza, pero en cuanto a un chico le duele una uña o tiene una décima de fiebre, ya está aquél ansiosos de sufrir los más grandes enojos para aliviar al niño.

Reconocerás que ese espíritu de abnegación, esa entrega de uno mismo en servicio de un amor o de una idea, ese renunciamiento, esa postergación del agrado ante la obligación, constituye el tejido noble del alma humana y explica que seamos hijos de Dios. Sin esa depuración generosa, forjadora de santos y sabios, de héroes y mártires, generadora de las exaltaciones sublimes, que hacen de la Historia el libro más pasmoso e inverosímil, el hombre quedaría reducido a ser, en la escala zoológica, un bípedo carnívoro que dice tonterías.

Sabido esto, córrelo hacia el matrimonio. El hombre y la mujer se casan para admirarse recíprocamente, contemplando su salud y belleza; para deleitarse, cogidos del brazo, ante la montaña y el mar; para lucirse, rutilantes y majos, en bailes y teatros, y par decirse cosas ricas, muy al oído, haciendo perpetua una luna de miel lo más empalagosa posible. ¿Quién censurará eso? Una buena pareja debe apetecer que al vida sea así. Pero ése es un sumando. El otro está en que hay dolores que aliviar, rarezas que disimular, extravíos que perdonar, sacrificios que asumir. Sin esa partida, el matrimonio constituiría una bonita manifestación de animalidad. El cónyuge que no sabe dispensar un yerro, sacrificar un gusto y olvidar una ofensa, es como el médico que escapa del pueblo donde se ha presentado la epidemia.

Vamos ahora con otro aspecto del negocio. Hasta aquí te he hablado de los sentimientos individuales, y el matrimonio es mucho más que eso, porque es la base de la familia. Fíjate bien, la familia. Y la familia no es papá, más mamá, más Pepito, más Juanito, más Lolita, sino una fusión de todos ellos en una entidad superior y distinta, que es el verdadero fundamento de la sociedad. Los pueblos no tienen su apoyo en los individuos sueltos, porque los fines de éstos son muy limitados, sino en los hogares donde se cumplen todos esos mismos fines, y, además, otros como la procreación, la educación, la formación de patrimonios colectivos, la transmisión de los prestigios profesionales, la hospitalidad, la ejemplaridad y otros mil que fácilmente agregarás a este catálogo.

De modo que, en cuanto se forma la familia, brota con ella un conjunto de obligaciones morales, complejísimas y trascendentales. Ya no hay ni yo, sino todos nosotros. Estas dos palabrejas son un núcleo social y un contenido histórico. ¿A ti te parece bien que eso se pueda deshacer por la falta de uno de los cónyuges o por la manía del otro? Pues a mí, no. Ni siquiera para que nadie rehaga su vida.

Mucho me molesta que se me desportille un plato, mas no se me ocurrirá que el remedio esté en hacer añicos la vajilla...

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