Recuerdo una anécdota que se desarrolló durante el segundo plato de la comida de un caluroso día de campamento.
El muchacho que tenía a mi izquierda –Mario– prefirió no servirse carne, pero lo compensó poniéndose prácticamente todas las patatas fritas que había en la fuente, que no eran pocas. Al instante, comenzaron las protestas de los chicos que aún no se habían servido, al ver que con toda probabilidad se iban a quedar sin patatas fritas.
No habría pasado de ser un sencillo conflicto infantil inmediatamente olvidado, si no fuera por el diálogo que siguió. Ante la leve llamada de atención que hice a su actitud, Mario, con gran naturalidad y un tono un tanto ingenuo, contestó: "es que no me gusta la carne".
Intenté explicarle que, independientemente de que no le gustara la carne, pensara que iba a dejar sin patatas fritas al menos a dos de sus compañeros de tienda, y que debía pensar en los demás. Me miró como si yo fuera un extraterrestre y, con bastante candidez y extrañeza, objetó: "¿No querrás que coma carne si no me gusta, no?".
El pobre chico estaba desconcertado: ni se le pasaba por la cabeza la posibilidad de hacer algo opuesto a sus gustos, independientemente de cuales fueran las consecuencias para los demás.
El caso es que Mario era un buen muchacho. Su problema era que había recibido una educación que casi le incapacitaba para hacer algo contrario a lo que le apeteciera. No es que le costara mucho; es que ni se le pasaba por la cabeza.
Hay muchos chicos de diez o doce años que son como Mario, víctimas de ese sentimentalismo infantil tan egoísta y de tan poco calado. Suele quedar caracterizado por frases como "es que no me apetece", o "eso me aburre, es un rollo", dichas con sorprendente frecuencia y, sobre todo, de manera que con eso se consideran ya justificados para no cumplir su deber.
Cuando el chico sólo actúa a remolque de satisfacciones materiales, entra en una dinámica de gran dependencia de los estados de ánimo. Se dan respuestas cambiantes ante los diversos estímulos. Falla la voluntad. Aparece como un ingenuo deseo de prolongar indefinidamente las diversiones y la falta de responsabilidad de la infancia.
Es decisivo infundir en el chico fuerza de voluntad y deseos de superar ese sentimentalismo. De lo contrario, irá sustituyendo el uso de la razón por esa brumosa multitud de sensaciones que acaba por asfixiar la propia libertad, pues la incapacidad de controlarse a sí mismo es la peor de las tiranías.
Los educadores solemos percibir en seguida este problema, y muchas veces la primera reacción es intentar proteger las mentes de los chicos frente a los sentimientos, en vez de frente al sentimentalismo.
Sin embargo, "por cada alumno que necesita ser protegido de un frágil exceso de sensibilidad –señala C.S.Lewis– hay tres que necesitan ser despertados del letargo de la fría mediocridad. La correcta precaución contra el sentimentalismo es la de inculcar sentimientos adecuados." Porque un corazón duro no es protección infalible. Sin la ayuda de los sentimientos, bien orientados, su intelecto es débil frente al ambiente.
Ahora aprenderán impulsados por motivos más afectivos; después, sabrán hacerlo porque es su deber.
La conclusión es, pues, inculcar sentimientos adecuados, mas que hacerles insensibles, fríos o espartanos.
Hay muchos sentimientos positivos que inculcar: lealtad, respeto a la verdad, honradez, solidaridad, compasión, proteger o ayudar al más débil, buen corazón, superar la mediocridad, deseos de buena emulación, respeto a la naturaleza, etc.
Muchos han salido ya. Otros los veremos luego con más detalle.
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