Jorge Enrique Mújica
Sus cabelleras son campos de experimentación donde los peinados más sicodélicos de las estrellas del espectáculo son imitados. Sus rostros son máscaras de cargado maquillaje como queriendo indicar que a más pintura, más belleza. El escote del pecho es simplemente descarado y el de la falda prácticamente inexistente. Si usan mezclilla, lo obligado es que sea lo más adherida posible al cuerpo, aunque les cueste caminar, sentarse o, simplemente, respirar. Quizá todavía no aprenden a caminar pero ya están usando tacones…
No, no estamos imaginando a una jovencita de 15 ó 16 años, menos todavía a una de 20 ó 25. Es más, ni siquiera es imaginación sino realidad.
Cada vez es más frecuente hallar a niñas de 3, 4 ó 5 años vestidas “de grandes”. No es su culpa. Son hijas de su tiempo y lo que ven es lo que imitan. No es que lo imitado sea lo mejor, pero les faltan auténticos modelos. Hecho sintomático de la crisis de valores.
Están pululando los negocios que lucran robándoles a las niñas lo más precioso que tienen: su infancia. Les están robando la posibilidad de desarrollar su imaginación, les están robando su inocencia, les están robando su pudor. Y quizá lo más triste es que en todo esto, muchas veces los padres sean cómplices. Que si sala de belleza para niñas, que si tiendas de ropa para niñas, que si gimnasios para niñas, que si…
“¡Hay que dejarlas ser como ellas quieren!”, afirman algunos. Sí, pero no es atentar contra la libertad de la niña el encauzarla hacia algo mejor que la realice como auténtica persona. No es exagerado vincular los casos de violaciones y embarazos no deseados a quienes desde pequeñas conocieron y desarrollaron un modo de vestir que, las más de las veces, es la manifestación externa de una actitud, forma de vida o modo de pensar en el que se creció.
El problema de fondo en todo esto, es que bajo un pretendido estar “al día”, pase la vida y las niñas nunca hayan conocido su infancia. Es peligroso fomentar actitudes consumistas donde importa y vale el que más tiene (la sociedad de la apariencia), actitud que cifra el valor de media humana sólo por lo que posee y no por lo que vale en sí misma.
Hay que enseñarles que se puede ser elegante sin perder la dignidad. Hay que mostrarles que se puede cuidar la belleza física sin convertirse en payasos. Hay que encauzarlas a velar por la belleza del alma; en esa tarea sí se pueden afanar desde pequeñas y, a la larga, es lo que cautiva al sexo opuesto. Hay que hacerlas reflexionar en que no son objetos sino sujetos y que, como tales, no deben dejarse llevar por modas que otros imponen. Hay que meterles en la cabeza que la moda es la novedad más pasajera y que el ser humano está hecho para la trascendencia. Posiblemente así, ninguna mujer será presa de nadie, ni utilizada por ninguno. Quizá este sea un paso más en miras a un auténtico feminismo.
Si no, ahí está luego la paradoja: cuando algunas son niñas, creen que son grandes, y ya de grandes, se comportan como niñas.
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