miércoles, 15 de octubre de 2008

EDUCANDO PREADOLESCENTES (PARTE I)





Es frecuente que con la llegada de la adolescencia se produzcan unos signos de alarma en la educación de los hijos que preocupan enormemente a sus padres. El problema es que entonces muchas veces ya es un poco tarde para aplicar remedios eficaces.



Se habla y se escribe mucho sobre las diversas soluciones para las crisis del adolescente, pero todas valen de poco si su tratamiento no comenzó desde mucho antes. Serían catorce o quince años de educación difíciles de rectificar de la noche a la mañana.



Cuando se busca qué tienen en común las familias que han tenido éxito en la tarea de educar, casi siempre aparece un factor que se repite: establecieron un plan claro de educación de sus hijos desde muy pequeños. La mayor parte de los problemas que se van a presentar podrán detectarse antes de que lleguen a serlo realmente: es cuestión de actuar a tiempo.



—Pues yo a veces pienso que cada uno es como es, desde su nacimiento. Mis hijos, por ejemplo, que son aún pequeños, se han educado en el mismo ambiente, y sin embargo son muy distintos unos de otros. Eso demuestra que esto de la educación es algo bastante relativo.



No te digo que no. Es verdad que cada uno es como es. Pero me imagino que no querrás abandonar a la ventura su educación con esa excusa. Un chico de diez o doce años es todavía un interrogante abierto, está aún muy por hacer, y de la educación que reciba dependerá en mucho su futuro.



Ciertamente hay mucho impreso en él ya desde su nacimiento, pero coincidirás conmigo en que vale la pena esforzarse por educarle, y que ese esfuerzo aporta más que la simple herencia genética.


—En eso estamos de acuerdo; si no, no estaría leyendo este libro. Lo que te pido por favor es que no me vengas con fórmulas mágicas, porque si las hubiera ni se leerían estos libros ni estarían las cosas como están.


Descuida. No lo haré. No hay recetas mágicas; o, si las hay, por lo menos no existen formas fáciles de llevarlas a la práctica. Sería como preguntar a un campeón de ajedrez o a un gran futbolista cuál es la clave de su éxito. Lo normal es que no obedezca a una buena jugada como tal, sino a un conjunto de ideas que ha sabido conjugar acertadamente.


Hay que lograr combinar, pues, cada uno a su manera, las diversas premisas básicas en educación. Como sucede con el pintor, que casi nunca emplea colores netos, sino que los mezcla en la paleta hasta lograr un resultado final lleno de personalidad.


—Y sé positivo también, por favor.


También procuraré serlo, porque la educación ha de estar siempre presidida por el optimismo acerca de la capacidad de cambiar que tiene el hombre. Educar ha de ser una labor creadora y positiva, pues –como ha escrito C. S. Lewis–, el objetivo del educador no puede ser talar bosques, sino fertilizar desiertos. Y este es el tono que desde el principio quiere tener este libro.


La calidad de vida de una persona depende en mucho de su educación. Es algo fundamental para el bienestar individual y colectivo. El chico será feliz y estará preparado para el futuro –eso es lo que pretendemos– si quienes estamos comprometidos en su formación logramos inculcar en él ideas sanas, criterios sensatos y valores adecuados. La gente más feliz no es la que más dinero tiene, ni la más dotada por la naturaleza, ni la que disfruta de más comodidades. A veces, incluso esos son los más insatisfechos.


Aprender a ser feliz requiere toda una capacitación, una educación de la interioridad personal. Su felicidad dependerá en gran medida de cómo se desenvuelva más tarde en un ambiente que muchas veces será permisivo y difícil. Y la preparación para esa etapa ha de empezar mucho antes de la pubertad: así lo han comprobado en su propia carne muchos padres, después de llevarse un buen disgusto.


—Oye, y si tanto depende de cómo se educa, ¿por qué hay padres fenomenales con hijos que son un desastre, y padres caóticos con hijos encantadores?


Aunque esos casos parezcan muy numerosos, son proporcionalmente pocos. Lo normal es que los hijos salgan a sus padres: de tal palo, tal astilla. Lo que es una lástima –y sí es más frecuente–, es encontrarse con padres que son buenos y ejemplares, pero que no se han esforzado por aprender la ciencia y el arte de educar, y no les ha ido nada bien.


El esfuerzo por educar siempre tiene su premio. Además, su primera consecuencia es que hace mejorar al educador como persona. Sólo por eso ya merece la pena tomárselo muy en serio.

1 comentario:

Luis y Mª Jesús dijo...

Totalmente de acuerdo.
Tengo 10 hijos entre 25 y 6 años. He pasado varias adolescencias y hablo con muchos padres de adolescentes. Uno de los mayores problemas de los padres es que no queremos reconocer que nuestros hijos también pueden comportarse mal. Partiendo de la base de que nuestros hijos son distintos y mejores a los demás podemos ayudarles muy poco.
Un saludo
María Jesús